lunes, 22 de noviembre de 2010

Ortografía yeyé

Chiste fácil. El del título y éste: no sólo de ortografía vive el hombre. Pero, cualquier cambio, y no digamos reforma, que se haga —o sencillamente se proponga— en materia ortográfica suele suscitar casi tanto furor informativo como una subida del IVA o una bajada de la Bolsa.

Leemos en la página web de la Real Academia Española que las declaraciones de Salvador Gutiérrez Ordóñez, coordinador de la nueva Ortografía que publicará la docta casa estas Navidades, “han alcanzado una notable repercusión y han dado origen a un amplio debate en los medios de comunicación y en los foros de Internet”. Pero, a juzgar por los titulares, parece ser que el cambio o arreglo más importante en la Ortografía académica sea el del nombre de la letra y. Hay que decir, sin embargo, que no se trata exactamente de un cambio de nombre, sino de la pérdida oficial de uno (el más usado) de los dos que la letra tenía, el de i griega, que pasa a llamarse únicamente ye. Ignoro si se ha eliminado también el nombre de ere para la r, y en mi opinión se debería, porque es hilar demasiado fino tener que distinguir entre la "modalidad múltiple del fonema vibrante" y el "sonido suave" cuando le deletreamos a alguien —pongamos— nuestra dirección de correo electrónico.

Por lo demás, en España se seguirá diciendo i griega durante mucho tiempo, claro está. Hasta que cunda el ejemplo de quienes acaten la norma, y en las escuelas se use ye para enseñar la vigesimosexta letra del alfabeto (que solo en virtud de nuestra letra ñ nos atrevemos a llamar "español"), no habrá nada que hacer. Y no seré yo quien transgreda esa norma. Porque, además, llamar ye a la letra y es del todo apropiado, y coherente, si tenemos en cuenta que yeísmo es el nombre que se le da al fenómeno, muy difundido hoy en español, que consiste en pronunciar la ll como y.

(Un inciso: no es yeísmo, sino memez, pronunciar Yirona cuando lo que se está hablando es español, porque eso no es español ni es catalán, tan solo burda política lingüística. Llamar al pan pan, y al vino vino, es decir, usar el “nombre tradicional en lengua castellana de la provincia y ciudad de Cataluña cuyo nombre en catalán es Girona” es hoy políticamente incorrecto (sólo en España, claro). No digamos ya en textos oficiales, donde “es preceptivo usar el topónimo catalán como único nombre oficial aprobado por las Cortes españolas” (informa el Diccionario panhispánico de dudas). Pero, según parece, texto oficial es, también, todo aquello que digan nuestros locutores y reporteros de la cadena pública del Estado —‘español’, nos aclaran siempre en las autonómicas más recalcitrantes—, pues no pronuncian otra cosa que Yirona, Yeida, amén de A Coruña, etc. Cuando no lo dicen con perfecto acento del lugar en cuestión, lo cual, desde luego, es preferible. Cierro paréntesis.)

Otras de las novedades ortográficas que han trascendido a la prensa lo son más bien para la norma prescrita; no así tanto para la escrita, esto es: cosas como el no poner tilde a los demostrativos (cuando no existe riesgo de anfibología) ni a los considerados “monosílabos a efectos ortográficos” (como guion) es algo que vienen practicando desde hace tiempo muchos escritores de prestigio. Es decir: nada nuevo bajo el sol.

Otra enmienda tenida por novedosa, por ejemplo, es la que atañe al alfabeto. Pero, ya Ramón Menéndez Pidal rechazaba allá por el 1953 la alfabetización de los digramas o letras dobles (ch, ll, y, menos aún, rr) y preconizó en su momento la adopción del criterio puramente alfabético (y, por tanto, el más internacional) para el Diccionario académico: “la mezcla de alfabetismo y fonetismo en el sistema español —dice el insigne filólogo gallego-asturiano— es imperfecta”. Este aspecto, sin embargo, no se había resuelto del todo bien en la Ortografía de 1999, por lo que se ganó la crítica —siempre inteligente— de Francisco Rico, quien dice de ella que “pudo haber sido la primera del siglo XXI y ha parado en la última del XIX”; aunque seguidamente añada: “A veces, quizá para bien”. Coincidimos con Rico en que lo que hace falta es una Ortografía española que sea “en buena medida una ortotipografía, un código donde todos los factores de la escritura se potencien mutuamente a beneficio de la eficacia y de la elegancia”. Y no sé hasta qué punto la nueva lo será. En fin, la benemérita Academia nos vuelve a dar motivos para el debate y la sana crítica.

Con todo, se suele dar mucha importancia a las polémicas normativas más superficiales y muy poca (o ninguna) a la falta de sensibilidad idiomática que caracteriza a los medios de comunicación. Habría de bastar un Quijote o un dardo en la palabra para concienciar a toda una sociedad del grandioso patrimonio cultural de una lengua (como bastó en su día una novela de Víctor Hugo para que se restaurase, y se protegiese luego, una maltrecha Nuestra Señora de París). No obstante, en absoluto quiere decir esto que se deba restaurar, para uso en nuestros días, un estado de lengua anterior; pero sí convendría recuperar —o conservar en la medida de lo posible— la vieja consistencia de nuestro idioma. Si no, llegará el día en que ya nadie entienda a Jorge Manrique cuando dice que “a nuestro parecer / cualquier tiempo pasado fue mejor”, porque ya solo lo diremos así, sin entenderlo, claro está: en base a los patrones de sensibilidad establecidos, la valoración personal y/o hecha por la colectividad a nivel de mirada retrospectiva se realiza siempre en positivo.

Entre las palabras de Manrique y las nuestras se pueden ver más de quinientos años, o, simplemente, más del doble de sílabas. Nosotros nos decantamos por lo segundo: en definitiva, hay un abismo entre la exactitud, la claridad y la belleza de aquellas y la verbosidad huera del lenguaje político-administrativo de estas. Nótese cómo el grado de acierto o desacierto del contenido de mi pequeña traducción de las palabras del poeta clásico castellano al español moderno resulta casi imposible de calibrar si no es a la luz de las originales, pues cualquier idea expresada mediante ese tipo de nebulosidades carece casi totalmente de sentido. Pero, ¿no es eso, acaso, lo que hoy interesa?

(Publicado en La Voz Libre, 22 de noviembre de 2010)

sábado, 20 de marzo de 2010

La arroba en el pasillo

Este símbolo universal (@) que escribimos en nuestras direcciones de correo electrónico, bautizado en español con el nombre de una unidad de peso ya en desuso, la ‘arroba’, y que en otras lenguas llaman ‘cola de mono’, ‘caracol’, ‘perrito’, o, sin ir más lejos, en vasco: a bildua, ‘a envuelta’; o en aragonés: arredol, ‘alrededor’; este archiconocido símbolo informático, digo, se nos impone ahora como la letra políticamente correcta que hay que usar para no herir susceptibilidades. ¡Y hasta ahí podíamos llegar!

Esto de la arroba de cortesía es cosa que practica desde hace un tiempo, cómo no, la política (mal aconsejada por otro de sus usuarios: el sector publicitario) en sus escritos (folletos, panfletos y páginas web) de donde ha pasado a otros medios, oficiales o no, como por ejemplo la comunidad universitaria, la cual lleva demasiadas arrobas en su prensa. Pero aún más profusas son las que circulan en trípticos o se ven en los tablones de anuncios de los pasillos, así como en farolas, lavabos, escalones, etc., donde abundan los carteles de oferta o demanda de clases de repaso, pisos para compartir, fiestas del botellón y otras proposiciones menos decorosas que, por ello mismo, suelen relegarse a la parte de dentro de las puertas de los excusados, donde se rotula a pelo.

Se trata –como todo el mundo sabe− de usar el símbolo a modo de letra, como signo inequívoco del trato igualitario entre hombres y mujeres. Pero resulta que existe desde hace mucho tiempo un género no marcado que, en español, al menos hasta hace poco, era el masculino. Nada que hacer: según parece, la arroba de marras se ha tomado en serio. He visto ya correos electrónicos de profesores de filología (!) dirigiéndose a los estudiantes con un “Queridos alumn@s:”, como si las alumnas fueran a pensar que se las excluye por el hecho de usar el masculino plural, cuando no hay duda de que éste –en este caso como en tantos otros− comprende por igual a los individuos de ambos sexos, es decir, tanto a los alumnos como a las alumnas. Es una cuestión ésta de mera economía lingüística que viene muy bien explicada en la Nueva gramática de la lengua española, el famoso mamotreto que acaba de publicar la Docta Casa, y cuyo manual, es decir, el resumen, se está haciendo esperar. Convendría a muchos darle un repasillo, pues demasiada gente ha olvidado que el género es una categoría gramatical que no necesariamente se corresponde con la condición sexual, y, por tanto, que quien haga uso de uno u otro, ateniéndose a la norma, no ha de ser considerado machista ni feminista ni nada.

Un mínimo de gramática puede aclarar muchas dudas, y aun ofrecer verdaderas revelaciones. Lo sería (y sin duda causante de no poco arrobo) para el caletre que pergeñó uno de esos anuncios a los que antes me he referido; lo vi esta mañana al entrar al servicio: desesperado por compartir gastos, le daba igual carne que pescado que lechuga, pues escribió lo siguiente: “Se busca compañero/@”. La arroba, en este caso, debía de ser un ofrecimiento a todo género de inquilinos: mujeres, varones, hermafroditas (o quienes libremente se tengan por una u otra cosa, o ambas, o ninguna), mientras se comprometan todos, eso sí, a ir a escote, esto es, a pagar su parte del alquiler: la habitación y lo que da derecho a usar la cocina, el salón y el lavabo, más la correspondiente factura de agua y luz; y, faltaría más, el tránsito por el pasillo.

(Publicado en La Voz Libre, 10 de marzo de 2010.)

viernes, 22 de enero de 2010

Según Francisco Rico...

"Ocurre a menudo que las jerigonzas que llegan de las alturas atentan contra la naturaleza del idioma, desmembrándolo y volviéndolo artificial. Cuando alguien pide "una segunda taza de café" (y no "otro café") es que ya no habla castellano, sino que recurre a un artefacto ajeno: se ha quedado huérfano de sistema lingüístico. Pero mayor gravedad tiene que la jerga de un cierto sector se instaure socialmente como única y establezca unas categorías estándar de pensamiento y de valoración en detrimento de las normales en la lengua de todos: entonces el ciudadano se queda huérfano de criterio."

Francisco Rico, La judicialización de la lengua, EL PAÍS, 14/07/2009