lunes, 18 de agosto de 2008

Enseñanza y conocimiento

Le recomendamos encarecidamente, lector amantísimo, que lea también el artículo Enseñanza y conocimiento, de Francisco Rodríguez Adrados. Leer a este señor sabio es un gusto; pero, desde que lo venimos haciendo, hemos notado que hay que hacerse a su peculiar sintaxis y a sus generalizaciones, que, de tan precisas -abarca tanto a veces un solo sustantivo suyo-, deslumbran. Juzguen ustedes.

sábado, 16 de agosto de 2008

SNOB MEDIA

Francisco José Sánchez García

Un conocido escritor –periodista, para más señas– aseveró que hay dos clases de pedantes: los pedantes del pasado, llamados humanistas, que citan en latín; y los pedantes del futuro, conocidos como esnobs por citar en inglés. No es ninguna novedad que los plumillas españoles hacen de su capa idiomática un sayo, y por ende, no es la primera vez, ni será la última –nos tememos– que se les critica por el mal uso de su herramienta de trabajo, en este caso, el español.
Hoy toca que les aticemos por esnobs. Pocos oficios hay en España que destaquen por su afectación del modo que lo hace la profesión periodística, sublime sin interrupción (aunque no se haya leído a Baudelaire) desde el redactor jefe al último juntaletras que cobra por palabras. Nos interesa recoger aquí un ramillete de ejemplos que deje de manifiesto una tendencia evidente, y cada vez más pujante –acaso imparable– que padecemos a diario y que de tan frecuente, ya nos resulta familiar y está empezando a aposentarse en lo más hondo de nuestra conciencia lingüística: el recurso innecesario al anglicismo. Huelga decir que muchas de estas voces, sean empleadas por periodistas o por particulares, son necesarias, en la medida en que suplen una carencia o rellenan una acepción hasta entonces desconocida. Es el caso de los numerosos tecnicismos (informática, economía, o cualquier otro ámbito), muchos de ellos recogidos en el Diccionario de la RAE, sobre los que no tenemos nada que objetar.
“Snob” es un término curioso. Aunque procede del inglés, en realidad es una contracción de una expresión latina, “Sine nobilitas”, usada para designar a los miembros de la burguesía del s. XVII que querían aparentar una mayor posición social. Se recurrió a esta voz cuando la Universidad de Cambridge comenzó a admitir a algunos plebeyos becados, que, para poder ser distinguidos del resto de alumnos, anotaban en la matrícula dicha expresión, abreviándose más adelante cuando el uso se hizo frecuente. Actualmente, sirve para referirse a las personas excéntricas, o con afán de protagonismo y consideración social, que imitan las maneras y opiniones de aquellos a quienes consideran distinguidos. Seguidamente veremos qué es lo que “distingue” a los esnobs (por su lenguaje los conoceréis).
Sin nobleza, decíamos. Desde nuestra cita diaria con el deporte rey a los cruentos sucesos que nos sirve la “crónica chunga”, pasando por las soporíferas informaciones sobre los discursos pronunciados en sede parlamentaria, sufrimos un bombardeo de postizos “made in USA”, a un ritmo cada vez más voraz y atrabiliario. Así, lo que debiera ser nuestra sosegada ración de sopa informativa diaria, que alimentara el cuerpo y el espíritu, se nos ha convertido en un totum revolutum, –en el que todo cabe, sin orden ni concierto–, en una olla podrida de locuciones espurias –de acuerdo a (calcado de according to), durante largo tiempo (for a long time), en base a, o el omnipresente primero de todo (first of all)–, voces innecesarias –timing por horario, inicializar en vez de iniciar, checar por chequear, sparring (político o deportivo) en lugar de preparador, manager o sponsor (según se cobre o se pague por un business)– o acepciones sospechosas (pensar por creer, instrumental por esencial, editar por corregir o escenario en lugar de posibilidad). Con estos ingredientes, como no podía ser de otro modo, el plato resulta indigesto, y con tropezones.
Por algo apuntaba Carmen Calvo, nuestra defenestrada ministra de Cultura, que el español está lleno de “anglicanismos”. Diga usted que sí, que estamos hechos unos “protestantes”, aunque sobren los motivos. Se dice que Carlos I hablaba latín con Dios, italiano con los músicos, español con las damas, francés con la corte, alemán con los lacayos, e inglés con sus caballos. Como es natural, no sabemos de qué manera se hubiera entendido el monarca con los periodistas, probablemente por señas, pero como no lo tenemos a mano para preguntarle, piense cada uno lo que mejor le acomode. Acaso por esa razón hablan en la profesión del “periodismo de raza” (los más esnobs suelen ser los más valorados, premiados y prejubilados –en este orden–). Nobleza no tendrán, pero tienen pedigrí, que ya es algo.
Precisamente, estimamos que lo peor de la angloparla –así la llamaba Fernando Lázaro– es que suele servir de recurso cuando nuestros informadores andan lacónicos de ideas, o lo que es lo mismo, cuando no tienen claro qué decir, y así, para intentar paliar la penuria intelectual, lo fácil es acudir a la palabra comodín, que si además es yanqui, aporta un plus de cosmopolitismo. Y si el personal no se entera, tanto mejor (de eso se trata muchas veces). Ya dijo Umbral que los escritores que hablan de ideas en varios idiomas, o son unos aficionados, o son argentinos. Pues eso, que nuestros periodistas peninsulares –no es visible aún el síntoma de acento porteño– son unos aficionados a la angloparla, por no decir aficionados a secas. Aquí no pasa nada: los lingüistas ponemos el grito en el cielo, y ellos el libro de estilo en el cajón, ese limbo de madera en el que las ideas duermen el sueño de los justos.
Voces y expresiones como las antedichas son como una visita inesperada: su uso esporádico no molesta a la lengua, lo verdaderamente preocupante es que hayan venido con la intención de quedarse. No olvidemos que el lenguaje periodístico es el que más influye en el hablante común. La lengua no debe ser ajena al intercambio, ni mucho menos quedarse en una urna al abrigo de los vientos de cambio, siempre que sean precisos. Sobra decir que en la defensa del idioma de uno, el que sea (“sangre del alma” para Unamuno, “casa del ser”, para Heidegger) no hace falta dejarse arrastrar hacia extremos fundamentalistas, que suele ser el argumento típico del informador cuando se le llama la atención sobre el lenguaje. Curiosamente, suelen aducir la prisa como excusa más recurrente, que indudablemente aboca a nuestros mercenarios del teclado o el micrófono a una vertiginosa carrera por terminar su información cuanto antes, en un espacio de dimensiones reducidas (caso de la prensa escrita) y, si es posible, epatar al respetable con algún destello de novedad o ingenio. Porque el esnobismo de los medios no es otra cosa que un desmedido afán por el deslumbramiento inmediato (también las urracas atesoran objetos brillantes), y como el ingenio no es un rasgo que caracterice a las redacciones patrias (siempre hay excepciones), es de esperar que nos obsequien con alguna cursilada anglófona, cualquier voz ómnibus, breve, neutra y grisácea que sirva para salir del paso. La prisa no justifica la necesidad de recurrir a single por soltero, overbooking por sobreventa, frame por marco, shopping por compras, que espigamos aquí entre un arsenal de ejemplos puestos negro sobre blanco. Mientras tanto, el diccionario, también al fondo del cajón, (no es bueno que el libro de estilo esté solo) acumulando el noble polvo del olvido.
Por eso se critica que la prensa española adolece de un exceso de improvisación y un soberano descuido lingüístico, con el consiguiente deterioro –dicho está de sobra por plumas mucho más autorizadas, valgan tres nombres: Fernando Lázaro, Manuel Alvar o Gregorio Salvador– de los matices significativos entre multitud de vocablos de un idioma, el nuestro, que siempre ha destacado por esa riqueza. Es conocida la fábula del perro que, yendo orgulloso con hueso entre los dientes, contempló su reflejo en el cauce de un río, y envidiando el otro hueso que veía en las aguas, dejó caer al fondo su preciada carga y se quedó sin nada. Todos los profesionales que controlan el discurso público (políticos incluidos) han de ser cuidadosos, no sea que ese hueso que es el idioma se nos vaya al fondo cada vez que nos fascina una lindeza foránea, cada vez que triunfa un uso espurio, ajeno a nuestra tradición, arrinconando a una voz o expresión castiza, con la consiguiente pérdida de matices y el empobrecimiento idiomático que ello conlleva. A ello contribuye, dada su indiscutible influencia, el “cuarto poder”, los medios, nuestros queridos –qué haríamos sin ellos– snob media, sacrificando a diario el idioma en el altar de la mediocridad.
Es responsabilidad del redactor el empleo de palabras hondas y justas, concisas y concretas, claras y correctas. Lo mínimo que debemos exigir a cualquier profesional es que maneje con esmero su herramienta de trabajo, lo mismo que cuida el obrero el palustre, o el labrador el azadón. Es lo suyo. Nobleza obliga.

martes, 5 de agosto de 2008

"póntelo/pónselo"

Caen como moscas estos periodistos, ya hayan salido de su facultad de ciencias de la comunicación o de la misma de periodismo: sucumben todos a las voces o frases de moda –en su jerga–: de cara a, histórico, bien merecidas vacaciones, efectivos, especulaciones, recordar que…, sensaciones, etc. (ver El dardo en la palabra) Caen como chinches, irremisiblemente, y adoptan una parla que se caracteriza por su pobreza y corrupción léxicas. Maltrecha está su expresión, divorciada hasta tal punto del español normal y corriente, que hacen falta, para entender cabalmente lo que dicen, diccionarios al uso –el de estos idiomicidas–, como el que está a disposición de los lectores o no del periódico El País (véanse en él la primera acepción de especular, o la inclusión de la locución adverbio (sic) a nivel de). Oímos cada día esta locuela, y la leemos en las principales cabeceras españolas, y sólo nos libramos del contagio al que nos exponen sus usuarios contumaces mediante un eficaz profiláctico: la lectura ávida de literatura. A estas alturas, es sólo en virtud del copiosísimo caudal lingüístico disponible en el acervo literario que podamos en mayor o menor medida -según el aprovechamiento que de él se haga- protegernos contra los efluvios mefíticos de la ubérrima jerga periodística; esto es, incorporándolo progresivamente al nuestro a base de abundantes lecturas. Todavía no hay concienciación suficiente, pero es desaconsejable abandonarse a la promiscuidad idiomática de los medios de comunicación a pelo.
Muchos son los que aún no han adoptado la drástica medida. He conocido a algunas personas inmunes a la enfermedad que podríamos llamar de la lengua de periodista (por analogía con la comúnmente conocida como infección del pie de atleta); suelen ser humildes y sinceras, hombres y mujeres con un raro sentido común idiomático en nuestros días. Debería ser, pues, alarmante la amenaza para todas aquellas otras personas que no tienen tan resistente esa sensibilidad frente a lo que desvirtúa sus formas de decir heredadas de sus predecesores, quienes forjaron su lengua. Durante siglos, los hablantes han contribuido manteniendo la actualidad de dichas formas, o quitándosela, aquí y allá, junto con los demás miembros de su generación, mediante cambios y supresiones, y hasta innovaciones que luego han encontrado su debida fortuna, totalmente naturales y necesarias para la comunicación, que se enriquece con lo nuevo y la influencia mutua entre los distintos dialectos de una misma lengua, y aun entre las lenguas mismas.
Hoy en día, el problema lo tienen quienes, si bien no tienen cuentas con el gremio periodístico -a pesar de que este cacaree a todas horas dentro de sus hogares-, no leen nada más que la prensa deportiva o revistas de tres al cuarto. Igualmente en riesgo están las personas semicultas que leen, poco o mucho, pero malo: generalmente traducciones de libros poco exigentes, de autoayuda, o novelas sui géneris -de las que ya hay muchas, naturalmente, aprovechando las aguas revueltas- como El código Da Vinci. Son legión, en todo caso, los que no dedican el tiempo necesario para adquirir o mantener un hábito lector, ya sea porque de verdad no lo tienen o porque ven demasiada tele, a la que son adictos; pero, sobre todo, porque no lo hicieron de niños, aquejados como estaban de un horror a la letra impresa, debido éste a una mala didáctica del texto en la escuela, que fallaba en lo decisivo: en ilustrar a los alumnos para que estuviesen en condiciones de dialogar con el texto. Y así fue que, siendo el método deficiente, lo hicieron, como tantos otros, a regañadientes, por mera obligación. Y he ahí donde se ha de hacer valer la maestría del profesor de literatura, enseñando los rudimentos necesarios para interesar a esos adolescentes por algo nuevo que, ellos –tal vez por su natural–, de no ser persuadidos, no requerirían espontáneamente, como puede ser la lectura de un Quijote o una Celestina (óiganse ésta y otras conferencias de Fernando Lázaro Carreter al respecto.)
Pero, a lo que íbamos, el contagio es aun mayor entre periodistas, pero también entre quienes, por sus circunstancias, se ven obligados a hablar ante los medios, a hacer las dichosas declaraciones de turno, debido a su estancia, ya sea corta o larga, en el candelero; los políticos y sus analistas; los futbolistas, sus entrenadores y sus patronos presidentes; los actores y sus directores revelación con gafas de pasta gruesa; los y las modelos y demás carnaza mediática, noble o plebeya (que, por cierto, es mucho más dada a conservar el idioma que mamó en su casa que los excelsos periodistas, aunque no lean a los clásicos). Todos ellos empiezan y enjaretan sus peroratas soltando a niveles de, en bases a, de algunas maneras, buenas sensaciones, plannings, temas, síes buenos noes yo creo que…, y otras lindezas por el estilo, nada más se les pone la alcachofa de alguna cadena delante. ¿Cuántas veces se repiten al día los verbos iniciar y finalizar, excluyendo totalmente a sus sinónimos –¿por menos periodísticos?– empezar, comenzar, acabar, y terminar? ¿Cuántas veces más oiremos esa ocurrencia, graciosa en su momento, pero ahora tan cargante, de haber hecho los deberes los políticos, los empresarios, los presidentes de clubes de fútbol, etc., como algo normal, tal cual se dice de los niños –los aplicados– a las siete de la tarde?; ¿Cuántas más escaladas de todo tipo: de precios, de temperaturas, de violencias (incluida la de género –victoria feminista ésta, la de que se llame así a la ejercida por los hombres contra las mujeres, precisamente por razón de su sexo–)? ¿Por qué el uso del condicional de probabilidad tan forzado? Se ha extendido éste muchísimo entre periodistas, y, con él, sólo con él, nos dicen, por ejemplo, que “un médico nazi podría vivir en Argentina”; pero, ¿cómo que podría vivir? ¿Si se le dejase, si tuviese dónde, si qué? Tan solo quieren significar que puede que allí viva, y que, por lo tanto, allí se le busca, no fuese que la oportunidad de juzgarlo como se merece se pierda, aunque al cruel galeno le queden menos de dos telediarios porteños.
El influjo que la grey periodística, en su mayoría alucinada idiomáticamente, ejerce sobre quienes son objeto de su labor informadora, es total. No es de extrañar, ya que ahorra mucho trabajo: el de tener que pensar uno mismo cómo dar ciertos matices a su expresión, cosa que, por lo demás, sólo la lectura vuelve absolutamente necesario. Pero dichas muletillas otorgan a toda clase de analfabetos la posibilidad de hablar de esa forma prestigiosa que hace que sus paisanos queden epatados, atónitos, al escucharlos; sin darse cuenta de que ellos mismos dirían más y mejor que ese que se trata de lucir ante el personal hablando como un perfecto tecnócrata: todo puro artificio barato, ya que no exige más que emplear esas frases políticamente correctas, que enseguida se pegan, dada las muchas horas que de ordinario pasamos las personas frente al televisor, oyendo a los que trabajan saliendo en ella hablar pateando el diccionario. Muy fisnos y periodísticos ellos. Le hacen, de esta forma, un flaco favor a la sociedad: engañándola, haciéndole creer que así es como se habla; que cualquiera que clame contra la mediocridad intelectual, y, por ende, idiomática, al servicio de los intereses creados de tirios y troyanos, está pidiendo peras al olmo, o queriendo que todos hablemos como académicos, como si aquellos señores hablasen en verso. Prefieren decir cosas como efectuar oraciones, en vez de, simplemente orar o rezar, y creen que se les critica por no hablar académicamente.
Todo ese ambiente distendido y de camaradería que se exhibe hasta la saciedad en la teúve, no es sólo mimetismo de los modos anglosajones para ganarse a la audiencia, que mucho hay de eso; sino que todo el paripé se sustenta sobre la base de un acuerdo tácito, según el cual, siempre y cuando, en lo lingüístico, nadie destaque por ser más letrado que los demás, y utilice, al hablar, los mismos tópicos y las sobadas metáforas, los giros reporteriles en boga, no habrá problemas. Todos hablando igual de mal, nadie pasándose de listo, ni pensando de más. Entonces sí, se les permite esa mueca aséptica que sugiere como un leve escozor tras el reportaje, que lo dice todo y no dice nada; esa coletilla característica, “volveremos con más noticias, esperemos que algunas buenas…”; “así ha sucedido y así se lo hemos contado”. ¡Olé!