sábado, 16 de agosto de 2008

SNOB MEDIA

Francisco José Sánchez García

Un conocido escritor –periodista, para más señas– aseveró que hay dos clases de pedantes: los pedantes del pasado, llamados humanistas, que citan en latín; y los pedantes del futuro, conocidos como esnobs por citar en inglés. No es ninguna novedad que los plumillas españoles hacen de su capa idiomática un sayo, y por ende, no es la primera vez, ni será la última –nos tememos– que se les critica por el mal uso de su herramienta de trabajo, en este caso, el español.
Hoy toca que les aticemos por esnobs. Pocos oficios hay en España que destaquen por su afectación del modo que lo hace la profesión periodística, sublime sin interrupción (aunque no se haya leído a Baudelaire) desde el redactor jefe al último juntaletras que cobra por palabras. Nos interesa recoger aquí un ramillete de ejemplos que deje de manifiesto una tendencia evidente, y cada vez más pujante –acaso imparable– que padecemos a diario y que de tan frecuente, ya nos resulta familiar y está empezando a aposentarse en lo más hondo de nuestra conciencia lingüística: el recurso innecesario al anglicismo. Huelga decir que muchas de estas voces, sean empleadas por periodistas o por particulares, son necesarias, en la medida en que suplen una carencia o rellenan una acepción hasta entonces desconocida. Es el caso de los numerosos tecnicismos (informática, economía, o cualquier otro ámbito), muchos de ellos recogidos en el Diccionario de la RAE, sobre los que no tenemos nada que objetar.
“Snob” es un término curioso. Aunque procede del inglés, en realidad es una contracción de una expresión latina, “Sine nobilitas”, usada para designar a los miembros de la burguesía del s. XVII que querían aparentar una mayor posición social. Se recurrió a esta voz cuando la Universidad de Cambridge comenzó a admitir a algunos plebeyos becados, que, para poder ser distinguidos del resto de alumnos, anotaban en la matrícula dicha expresión, abreviándose más adelante cuando el uso se hizo frecuente. Actualmente, sirve para referirse a las personas excéntricas, o con afán de protagonismo y consideración social, que imitan las maneras y opiniones de aquellos a quienes consideran distinguidos. Seguidamente veremos qué es lo que “distingue” a los esnobs (por su lenguaje los conoceréis).
Sin nobleza, decíamos. Desde nuestra cita diaria con el deporte rey a los cruentos sucesos que nos sirve la “crónica chunga”, pasando por las soporíferas informaciones sobre los discursos pronunciados en sede parlamentaria, sufrimos un bombardeo de postizos “made in USA”, a un ritmo cada vez más voraz y atrabiliario. Así, lo que debiera ser nuestra sosegada ración de sopa informativa diaria, que alimentara el cuerpo y el espíritu, se nos ha convertido en un totum revolutum, –en el que todo cabe, sin orden ni concierto–, en una olla podrida de locuciones espurias –de acuerdo a (calcado de according to), durante largo tiempo (for a long time), en base a, o el omnipresente primero de todo (first of all)–, voces innecesarias –timing por horario, inicializar en vez de iniciar, checar por chequear, sparring (político o deportivo) en lugar de preparador, manager o sponsor (según se cobre o se pague por un business)– o acepciones sospechosas (pensar por creer, instrumental por esencial, editar por corregir o escenario en lugar de posibilidad). Con estos ingredientes, como no podía ser de otro modo, el plato resulta indigesto, y con tropezones.
Por algo apuntaba Carmen Calvo, nuestra defenestrada ministra de Cultura, que el español está lleno de “anglicanismos”. Diga usted que sí, que estamos hechos unos “protestantes”, aunque sobren los motivos. Se dice que Carlos I hablaba latín con Dios, italiano con los músicos, español con las damas, francés con la corte, alemán con los lacayos, e inglés con sus caballos. Como es natural, no sabemos de qué manera se hubiera entendido el monarca con los periodistas, probablemente por señas, pero como no lo tenemos a mano para preguntarle, piense cada uno lo que mejor le acomode. Acaso por esa razón hablan en la profesión del “periodismo de raza” (los más esnobs suelen ser los más valorados, premiados y prejubilados –en este orden–). Nobleza no tendrán, pero tienen pedigrí, que ya es algo.
Precisamente, estimamos que lo peor de la angloparla –así la llamaba Fernando Lázaro– es que suele servir de recurso cuando nuestros informadores andan lacónicos de ideas, o lo que es lo mismo, cuando no tienen claro qué decir, y así, para intentar paliar la penuria intelectual, lo fácil es acudir a la palabra comodín, que si además es yanqui, aporta un plus de cosmopolitismo. Y si el personal no se entera, tanto mejor (de eso se trata muchas veces). Ya dijo Umbral que los escritores que hablan de ideas en varios idiomas, o son unos aficionados, o son argentinos. Pues eso, que nuestros periodistas peninsulares –no es visible aún el síntoma de acento porteño– son unos aficionados a la angloparla, por no decir aficionados a secas. Aquí no pasa nada: los lingüistas ponemos el grito en el cielo, y ellos el libro de estilo en el cajón, ese limbo de madera en el que las ideas duermen el sueño de los justos.
Voces y expresiones como las antedichas son como una visita inesperada: su uso esporádico no molesta a la lengua, lo verdaderamente preocupante es que hayan venido con la intención de quedarse. No olvidemos que el lenguaje periodístico es el que más influye en el hablante común. La lengua no debe ser ajena al intercambio, ni mucho menos quedarse en una urna al abrigo de los vientos de cambio, siempre que sean precisos. Sobra decir que en la defensa del idioma de uno, el que sea (“sangre del alma” para Unamuno, “casa del ser”, para Heidegger) no hace falta dejarse arrastrar hacia extremos fundamentalistas, que suele ser el argumento típico del informador cuando se le llama la atención sobre el lenguaje. Curiosamente, suelen aducir la prisa como excusa más recurrente, que indudablemente aboca a nuestros mercenarios del teclado o el micrófono a una vertiginosa carrera por terminar su información cuanto antes, en un espacio de dimensiones reducidas (caso de la prensa escrita) y, si es posible, epatar al respetable con algún destello de novedad o ingenio. Porque el esnobismo de los medios no es otra cosa que un desmedido afán por el deslumbramiento inmediato (también las urracas atesoran objetos brillantes), y como el ingenio no es un rasgo que caracterice a las redacciones patrias (siempre hay excepciones), es de esperar que nos obsequien con alguna cursilada anglófona, cualquier voz ómnibus, breve, neutra y grisácea que sirva para salir del paso. La prisa no justifica la necesidad de recurrir a single por soltero, overbooking por sobreventa, frame por marco, shopping por compras, que espigamos aquí entre un arsenal de ejemplos puestos negro sobre blanco. Mientras tanto, el diccionario, también al fondo del cajón, (no es bueno que el libro de estilo esté solo) acumulando el noble polvo del olvido.
Por eso se critica que la prensa española adolece de un exceso de improvisación y un soberano descuido lingüístico, con el consiguiente deterioro –dicho está de sobra por plumas mucho más autorizadas, valgan tres nombres: Fernando Lázaro, Manuel Alvar o Gregorio Salvador– de los matices significativos entre multitud de vocablos de un idioma, el nuestro, que siempre ha destacado por esa riqueza. Es conocida la fábula del perro que, yendo orgulloso con hueso entre los dientes, contempló su reflejo en el cauce de un río, y envidiando el otro hueso que veía en las aguas, dejó caer al fondo su preciada carga y se quedó sin nada. Todos los profesionales que controlan el discurso público (políticos incluidos) han de ser cuidadosos, no sea que ese hueso que es el idioma se nos vaya al fondo cada vez que nos fascina una lindeza foránea, cada vez que triunfa un uso espurio, ajeno a nuestra tradición, arrinconando a una voz o expresión castiza, con la consiguiente pérdida de matices y el empobrecimiento idiomático que ello conlleva. A ello contribuye, dada su indiscutible influencia, el “cuarto poder”, los medios, nuestros queridos –qué haríamos sin ellos– snob media, sacrificando a diario el idioma en el altar de la mediocridad.
Es responsabilidad del redactor el empleo de palabras hondas y justas, concisas y concretas, claras y correctas. Lo mínimo que debemos exigir a cualquier profesional es que maneje con esmero su herramienta de trabajo, lo mismo que cuida el obrero el palustre, o el labrador el azadón. Es lo suyo. Nobleza obliga.

No hay comentarios: