sábado, 8 de noviembre de 2008

Inercia

Los placeres y los días ya no volverán, pero El ruido de la calle, la columna diaria que escribe Raúl del Pozo en El Mundo, fielmente imitativa de la de Umbral -¡y en buena hora!- pero con una personalidad propia -que ya es decir-, es de lectura recomendadísima. Es este ducho articulista, como su maestro, amigo del buen decir y la sana crítica. Así, y como es de esperar en quien se expresa tan bien, a Raúl del Pozo no le pasan desapercibidos algunos de los aspectos que caracterizan al español de los medios, esa jerigonza "periodística y ministerial" (al decir de Francisco Umbral): en su artículo Ruleta rusa, por ejemplo, hace notar que los periodistas usan mucho la elipsis, que es lo mismo que decir que abusan de ella. Hoy leo, en el titulado Alas de Papel, que, esta herramienta (y juguete) de la humanidad en que se ha convertido Internet y su ciberespacio, al igual que lo fue en su día la imprenta, es "el nuevo lugar de la mente". Y habría que añadir -según algunos "expertos"-, para el que se necesita una mente nueva, pues, las habilidades más importantes -aseguran los mandarines de los mass media- ya no son leer y escribir, sino -aunque no se sepa cómo sin aquéllas- saber escoger. Pero, la bien llamada sociedad de la información -ya que se contenta con ésta-, no está por la labor, prefiere que se lo den hecho, y en forma de telegrama, o mejor, de SMS. "Hay una crisis de la retórica -dice Raúl del Pozo-, una transformación del lenguaje", y "en la alfabetización digital de nuestra democracia no se nota progreso ni ilustración".
Y es verdad, lo venimos repitiendo aquí: hay un tipo de inercia que afecta a la palabra en sí misma, es decir, a la capacidad discursiva de gran parte de la sociedad y que consiste, precisamente, en la sumisión -tanto pasiva como activa- del intelecto y su expresión a todo lo mediático; esto es, el conformismo y el aplauso generalizado ante el rasero intelectual vigente en los productos audiovisuales.
Grande tiene que ser la fuerza que rompa la inercia de una institución -de sobra ya consolidada en cuanto a recursos técnicos y métodos de manipulación- al servicio del poder, que la financia. Entre esos métodos y maneras de hacer asentadísimas está la manipulación del lenguaje. Lo que denominamos aquí registro mediático, no es más ni menos que la preñez expresiva de tantos profesionales y amateurs de la comunicación para las masas, los cuales sienten predilección por los lugares comunes y cierto tipo de expresiones y palabras postizas, características de su jerga; palabrería ésta en definitiva que, absorbida por el público lector y oyente todos los días, tiene a la lengua -en nuestro caso la española- en trance de convertirse en rémora para el cerebro de todos (lo es ya para el de aquellos cuya única rebelión ha sido dejárselo lavar). Algunos nos resistimos como podemos y nos aplicamos, junto con nuestro quehacer diario, a la conjura de los excesivos neologismos, los giros y lugares comunes difundidos por los medios de comunicación, sin más criterio que el de distanciarse del común e imponer el suyo, recurso éste que les sirve a tantas personas -cada vez más esclavas de aquellos a quienes les hacen el juego- para hablar (y aun escribir) en público.
Los que medran en el candelero como tantísimas personas de a pie, están ya sobremanera imbuidos de cultura audiovisual, la cual estiman alternativa a la supuestamente vieja y libresca (o académica), lo mismo que su uso de la lengua, informado por el tipo de locuela en que han convenido prensa, televisión y radio, amén de esa que terminará por engullir a las trés: Internet. Son legión quienes piensan que esa forma de expresarse "es lo propio" en la televisión, la radio o la prensa. La sensación general es la de que hablar así (a nivel de..., decir que..., el tema de..., ...de género, a día de hoy, buenas sensaciones, etc.) viste mucho. Gentes de toda clase y condición sa han hecho a la idea, pues, llegado el momento, sus adeptos renuncian, automática y entusiasmadamente, a su discurso normal (más o menos apopiado) para cambiar a dicho registro y decir cualquier trivialidad. Porque hoy en día, los medios por antonomasia son más que nunca accesibles a cualquiera, basta con perder la dignidad o hablar su jerga, si no, se es poco menos que un friqui.
Todo idiomicida (progresista, tecnócrata o demagogo) ve en el habla adulterada de la modernidad no solo un avance lingüístico indiscutible, sino un paso más en la llamada "conquista de libertades", la cual no tiene límites: es preferible un mundo en el que se terminen, también, los prejuicios "de tipo cultural", y, en concreto, los que derivan de un idioma con su norma culta fijada. Y es que hay mucho de pretendido paganismo lingüístico -y muy poca humildad para reconocer la propia ignorancia y aprender de los que saben-, en el sentido etimológico del término pagano, esto es, "el que no milita"; pero, en el caso que nos ocupa, en vez de en la fe de Cristo, donde no se milita es en las filas de los supuestos guardianes del idioma, sumisos a los dictámenes de la Academia, cuyo única razón de ser -piensan los paganos- es la de purificar el idioma, mediante la represión de sus hablantes: poniéndoles trabas (normas) y limitaciones (el Diccionario) a su libre albedrío, que es como los paganos ven la gramática.
Hay casos en que el desdén por lo normativo lo expresan algunos con suma propiedad (léase a este trujamán que, sin embargo, no acierta a traducir la línea -última del primer párrafo del célebre artículo titulado Politics and the English language- en que Orwell dice que el lenguaje es "algo a lo que damos forma según nuestros propósitos" y que nuestro trujamán interpreta al revés). Y, al contrario, también, la falta de letras hace que los tiquismiquis mezclen churras con merinas (todos hemos oído alguna vez, verbigracia, a alguien criticar la doble negación en español). A su vez, aquellos que cultivan el lenguaje y maneras pedestres -los hay que se ganan la vida con ello en los medios, ¿dónde si no?- suelen con frecuencia hacer un esfuerzo por mejorar su dicción, curiosamente, cuando maldicen a los puristas, cuando no echan mano del refranero o se producen con un retintín castizo -en ocasiones logradísimo- que, en su meollo, deben de tener por contrario a toda preceptiva en la lengua de Cervantes. En fin...

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