En un ensayo de 1946 titulado Politics and the English Language, George Orwell aboga por la eliminación de lo superfluo en la lengua inglesa. Se trata de un alegato en contra de la poca precisión (y aun de la enemistad con la verdad) del discurso de tantos, ya sea por comodidad, presunción, o conveniencia política, entendida esta última no tanto como lo que hoy llamamos políticamente correcto, sino como intento de justificar el mal llamándolo de otra forma. Los gobiernos tienen muy claro lo que hacen; es el ciudadano avisado el que anda, cuando menos, con la mosca detrás de la oreja al oír las torticeras razones que se le dan, expresadas en ese tipo de jerga de mandamases que es la retórica oficial, siempre abstrusa y a menudo infame (guerra preventiva en vez de invasión, o efectos colaterales en vez de matanza de inocentes, destrucción, etc.). Claro que no sólo los que están en el poder utilizan el lenguaje según les conviene: los políticos en general, e ideólogos de toda índole, lo manipulan según sus intereses. Nada nuevo y, sin embargo, esto sucede cada día más. Y así seguirán las cosas –como desde 1946 hasta la fecha– si, los que son conscientes de ello, no se molestan en hacer el esfuerzo de expurgar su propia lengua de cuanta ociosidad y torpeza expresivas la convierten en vehículo de ideas insustanciales que, a su vez, inducen a mayor inercia en la expresión, y viceversa; circunstancia ésta que demagogos y propagandistas aprovechan. Empecemos, pues –nos dice Orwell–, por atajar la corrupción verbal.
Un tipo de lenguaje que nuestro autor critica en La política y la lengua inglesa, el cual se da mucho en los medios de comunicación, es la raíz del problema. Yo lo llamo "lenguaje instantáneo". Lo oímos y leemos constantemente; se trata de todo un repertorio de lindezas tales como el talón de Aquiles, la caja de Pandora (o de los truenos), otra vuelta de tuerca, el patio de monipodio, etc. Éstas, tienen la ventaja de acudir a la mente en lugar de otras palabras que, aun siendo más simples, familiares y precisas, exigen que pensemos detenidamente en lo que queremos decir antes de decirlo. La sencillez de las palabras (que suele coincidir con sus pocas sílabas, también en español) es, precisamente, lo que apenas tolera la ambigüedad que, en todo caso, dará el contexto, si es la ambigüedad lo que se busca; porque, las palabras sencillas, conocidas por la mayoría, no se prestan al sinsentido, y, mucho menos, a la tontería, que rápidamente se nos revelará como tal si las utilizamos, claro es, en la medida de lo posible. Además, las frases hechas, los tópicos en general, “anestesian una porción del cerebro”; habría que añadir, empero, que a veces el ingenio de algunos es capaz de vivificarlas, jugando con ellas, dándoles la vuelta o tomándolas en sentido literal, como hace Quevedo o, sin ir más lejos, sabe hacer un buen amigo mío. Pero, por lo general, malogran el verdadero mensaje que se quiere transmitir, enturbiándolo.
Hay muchísimas expresiones de esas que podríamos llamar facilonas, frases hechas "prefabricadas", del tipo abrir la caja de Pandora, destapar el frasco de las esencias, correr una cortina de humo, buenas sensaciones, etc., que, de tan automatizadas como se tienen, acuden a la mente para evitar el trabajo (si no se está entrenado) de buscar las palabras precisas para expresar pensamientos u opiniones. Esto por un lado. Por otro, está la complicación de las ideas mediante la hinchazón de la prosa (ya sea por un exceso de tecnicismos o neologismos, ya por ampulosidades y rimbombancias retóricas), síntoma de que se está intentando aparentar solidez, o una altura intelectual o moral que no se tiene. Este tipo de afectación en la expresión es capaz de hacer tan confuso lo que uno quiere decir, que se le oculte incluso a quien lo dice. Hasta cierto punto, esto es algo normal, y aun comprensible, pero no un hecho ineluctable. No debemos excusar la propia ignorancia (y menos la pedantería) con la variedad y el cambio de las lenguas a lo largo de la historia. Tampoco hay que confundir el vulgarismo con la vulgaridad.
Un tipo de lenguaje que nuestro autor critica en La política y la lengua inglesa, el cual se da mucho en los medios de comunicación, es la raíz del problema. Yo lo llamo "lenguaje instantáneo". Lo oímos y leemos constantemente; se trata de todo un repertorio de lindezas tales como el talón de Aquiles, la caja de Pandora (o de los truenos), otra vuelta de tuerca, el patio de monipodio, etc. Éstas, tienen la ventaja de acudir a la mente en lugar de otras palabras que, aun siendo más simples, familiares y precisas, exigen que pensemos detenidamente en lo que queremos decir antes de decirlo. La sencillez de las palabras (que suele coincidir con sus pocas sílabas, también en español) es, precisamente, lo que apenas tolera la ambigüedad que, en todo caso, dará el contexto, si es la ambigüedad lo que se busca; porque, las palabras sencillas, conocidas por la mayoría, no se prestan al sinsentido, y, mucho menos, a la tontería, que rápidamente se nos revelará como tal si las utilizamos, claro es, en la medida de lo posible. Además, las frases hechas, los tópicos en general, “anestesian una porción del cerebro”; habría que añadir, empero, que a veces el ingenio de algunos es capaz de vivificarlas, jugando con ellas, dándoles la vuelta o tomándolas en sentido literal, como hace Quevedo o, sin ir más lejos, sabe hacer un buen amigo mío. Pero, por lo general, malogran el verdadero mensaje que se quiere transmitir, enturbiándolo.
Hay muchísimas expresiones de esas que podríamos llamar facilonas, frases hechas "prefabricadas", del tipo abrir la caja de Pandora, destapar el frasco de las esencias, correr una cortina de humo, buenas sensaciones, etc., que, de tan automatizadas como se tienen, acuden a la mente para evitar el trabajo (si no se está entrenado) de buscar las palabras precisas para expresar pensamientos u opiniones. Esto por un lado. Por otro, está la complicación de las ideas mediante la hinchazón de la prosa (ya sea por un exceso de tecnicismos o neologismos, ya por ampulosidades y rimbombancias retóricas), síntoma de que se está intentando aparentar solidez, o una altura intelectual o moral que no se tiene. Este tipo de afectación en la expresión es capaz de hacer tan confuso lo que uno quiere decir, que se le oculte incluso a quien lo dice. Hasta cierto punto, esto es algo normal, y aun comprensible, pero no un hecho ineluctable. No debemos excusar la propia ignorancia (y menos la pedantería) con la variedad y el cambio de las lenguas a lo largo de la historia. Tampoco hay que confundir el vulgarismo con la vulgaridad.
Es curioso cómo, muchas veces, se utilizan locuciones como a nivel de o en base a pretendiendo estar a la altura de, digamos, una entrevista para la televisión, y, a la vez, se demuestra ignorancia en otros niveles gramaticales. Es claro que todos nos entendemos, pero no sólo se trata de eso, sino de que uno se exprese bien, claramente y con propiedad. No por finura, purismo o casticismo, sino porque entender y ser entendidos nos hace más libres, menos dependientes de las apariencias, menos manipulables. Y si no, compruébese como ese nos entendemos (y la mayoría de argumentos que se dan, si es que se da alguno), suele ir acompañado de una expresión comodín muy repetida, las más de las veces, para paliar –a modo de saborizante instantáneo– la vaguedad –o insipidez– de las ideas; esto es, nos entendemos… de alguna manera.